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  • David Gistau

Raúl y el tedio del caldo

Raúl está en boxes. Supongo que aburrido con los calditos, apetente de ruido y de teclado, de fauna humana a la que exprimir el folio como quien le roba el alma a un indio con una fotografía. Como si un amigo que partiera de viaje me hubiera pedido que le regara las plantas y diera de comer al gato, a mí me corresponde mantenerle caliente el espacio. Hasta que él regrese, socarrón y melenudo como uno de esos reporteros de la dolce vita que se apostaban en la Via Veneto para saltar dentro del primer descapotable que parara y así dejarse arrastrar por las corrientes del acontecimiento.

Porque Raúl, con quien ha fracasado cualquier intento de domesticación, es un periodista de esa estirpe de la que te imaginas que se ha pasado la vida quitándose la chaqueta para que no se enfríe Anita Ekberg después del baño en la Fontana de Trevi. Raúl se abotona el traje, reclama un taxi, y de pronto la ciudad entera, su caladero, se convierte en una inminencia de personajes. Él nunca ha salido de la calle, ni aun cuando lo tentaron hornacinas literarias.

Cuando vuelva, cuando extirpe del recuerdo ese viaje en ambulancia del que destiló escritura, será convocado para almorzar. Para otras de esas largas sobremesas en las que el relato de sus vivencias siempre me recuerda que fui atraído al periodismo por las promesas existenciales que intuía al visitar, de niño, la redacción de Pueblo. Raúl era uno de los tipos que me tiraban pescozones allí y me fascinaban por ser letra impresa y por tutear a ministros, actores y toreros.

A Ruiz Quintano una vez lo escuché decir que envejecer consiste en que los mismos amigos que antes te hablaban de las mujeres con las que se acostaban de pronto te contaban lo último que les había prohibido el médico. Vamos hacia esa edad de la amistad, Raúl, que tiene una intermedia en la que ya estuve: esa en que los jugadores de fútbol comienzan a festejar los títulos con sus niños y no con sus gogós. Beso.