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Reformar el Estado antes de que se derrumbe sobre nosotros

MARIANO Rajoy se está enfrentando en este comienzo de curso a un agravamiento de la situación económica y política. La coincidencia del estallido independentista catalán y la negociación para el rescate de nuestra deuda pública ponen de manifiesto que no es buena idea gobernar como si los problemas económicos no tuvieran un origen político. En el caso de España, es evidente que son vasos comunicantes. La subida de impuestos con la que el Gobierno ha castigado a las clases medias y los sectores más productivos no ha tenido su correlato en el adelgazamiento de un Estado con gastos estructurales desbocados en periodo de bonanza que ahora no podemos pagar. ¿Alguien duda de que si se hubiera encarado una auténtica reforma del Estado autonómico ahora estaríamos en mejor posición para negociar las condiciones de la intervención del BCE?

Hace ya mucho tiempo que distintas voces autorizadas de la sociedad civil y políticos experimentados de muchas tendencias han subrayado que el modelo de Estado autonómico de la Constitución de 1978, o por mejor decir, el expansionismo disparatado de las comunidades se ha convertido en una rémora para España. Y ello aparece una y otra vez en las negociaciones del Gobierno con la UE, en los informes de las agencias de calificación y en las advertencias permanentes de los organismos europeos de control. Los datos son concluyentes sobre el incremento del gasto de las comunidades y sobre el nacimiento desordenado de empresas, fundaciones y organismos públicos que ahora las autonomías se resisten a suprimir.

CLAMOR CIUDADANO

Según el informe de Faes titulado Por un estado autonómico racional y viable, de 2006 a 2010, se produjo un aumento de la tasa de empleados autonómicos de un 29,46% frente al 6,70% del Estado, sin apenas modificaciones en el catálogo de competencias transferidas. El 31,7% del gasto consolidado de las comunidades se destina a retribuciones de personal. En total, son más de 2.000 las entidades públicas insertadas en las comunidades. Tribunales de la competencia, órganos de control externo, defensores del pueblo, televisiones autonómicas -cuya deuda asciende a 1.466 millones en total-, universidades públicas casi en cada barrio, diarios oficiales, delegaciones en el extranjero -166 en total-, institutos de estadística, institutos meteorológicos, agencias de protección de datos, observatorios sectoriales y un largo etcétera. A ello hay que unir los 1.228 diputados de los 17 parlamentos autonómicos que suponen un gasto anual de 383 millones para legislar de forma «diarreica», según expresaba gráficamente el informe de la fundación Everis. La reforma del Estado es un auténtico clamor ciudadano según reflejan la totalidad de los sondeos de opinión, públicos y privados. La negativa de los dos grandes partidos a abordarla es una de las causas del descontento con la clase política. Los ciudadanos ven cómo crece el paro, se cierran empresas, se suben todos los impuestos y se extiende la pobreza -Cáritas ya atiende a más de un millón de personas-, mientras los gobernantes, o para ser más exactos los políticos, se resisten a perder sus privilegios.

HOJA DE RUTA DEL CAMBIO

El Gobierno, con buena voluntad, ha intentado poner coto al gasto descontrolado, atando en corto a las comunidades a través de la Ley de Estabilidad. Sin embargo, estas administraciones han desarrollado trucos para mantener su tamaño. El secretario de Estado denunció que de las 600 empresas públicas que se comprometieron a suprimir sólo habían desaparecido dos y de las 166 embajadas repartidas por el mundo sólo se han cerrado 26. La reforma de los ayuntamientos y disminución de concejales anunciada en el plan de ajuste presentado por Rajoy al Congreso en el mes de julio ha encallado en los alcaldes del PP y se retrasa sine die. El Gobierno apenas ha tenido éxito en el intento de poner a autonomías y ayuntamientos a dieta. Pero es que el agravamiento de la crisis hace que ahora ya no baste con adelgazar. Hay que cambiar la estructura de un cuerpo enfermo que ha crecido de forma desordenada.

El presidente Rajoy debería desempolvar su propio programa de 2008 para cambiar la Constitución y proponer al PSOE que haga lo propio con el suyo de 2004. Es bien cierto que los socialistas están bastante fuera de la realidad y siguen encerrados en su propuesta de Estado federal, un sistema que por principio no puede repugnar a nadie, pero que no sirve en esta situación económica ni en este contexto histórico. Así pues, si el PSOE no estuviera dispuesto a llegar a negociar este gran acuerdo, el Gobierno debería legislar hasta donde la Constitución le permita y, por supuesto, Rajoy tendría que reunir a sus presidentes autonómicos para exigirles el cierre de las televisiones, la supresión de los defensores del pueblo y de todos aquellas instituciones autonómicas que prestan servicios atribuidos a algún órgano del Estado.

Rajoy ha sido refractario hasta el momento a una reforma drástica, pero ahora hay posibilidades de una implosión real. No sólo por el independentismo catalán y la vuelta de ETA-Batasuna al Parlamento Vasco el mes que viene, sino porque los ciudadanos se pueden hartar de hacer sacrificios sin que los que se los imponen se apliquen el cuento a sí mismos. Sin ese cambio estructural, corremos el riesgo de que el Estado se derrumbe sobre todos nosotros.