El Gran Salto Atrás

RAÚL ARIAS

Querido J:

Como algunas enfermedades, lo peor de la crisis tal vez sea el estado de inmunodeficiencia intelectual que provoca. Así, don Juan Roig, presidente de Mercadona, en su cita anual con los medios, acaba de subrayar la ejemplaridad de la vía china a la prosperidad. Si no fueras a entenderlo como una descortesía acabaría la carta en esta línea misma, diciéndole al próspero Roig: «¿Chinos? Ya lo fuimos». Ya tuvimos bazares atiborrados, con su olorcillo. Ya organizamos un mundo de copia y simulacro, de segundas y terceras marcas, donde el plan comercial se parecía peligrosamente a la vida. Ya vivimos hacinados en pisos de 60 metros cuatro familias numerosas. Y en cuanto a la metrópoli, ya tuvimos nuestra pena de muerte, nuestras mujeres en el trastero, nuestra democracia orgánica, nuestra censura y nuestra gasolina de soja, y nuestro país de uralita. Por tener, de chinos tuvimos hasta nuestros maoístas, perfectamente preparados para dar El Gran Salto Adelante, aquel estupendo experimento de ingeniería social que costó, muerto arriba, muerto abajo, la población entera de España. En realidad, todo lo que han hecho los españoles en este último medio siglo es tratar, a veces desesperadamente, de dejar de ser chinos. Una de las imágenes más turbadoras de un país que pasó de ser de emigrantes (también internos) a inmigrantes es que los recién llegados han representado fielmente el modo de vida que llevaron los autóctonos en su juventud. Incluida la recogida temporera de cítricos en el campo. Los españoles de hoy no recogen naranjas por las mismas razones, exactamente, que el empresario Roig ha dejado de recoger boñigas, como es fama que hizo antes de ser lo que es. Si el empresario Roig quiere utilizar el ejemplo chino debe establecer un matiz sustancial: no es que tengamos que ser chinos, sino que tenemos que volver a ser chinos. Es la única manera de calibrar precisamente su aplaudida audacia.

Hay algo peligroso en estas opiniones chinas, que, más allá del vistoso caso Roig, son compartidas por mucha otra gente. Es la asimilación de valores nobles como el esfuerzo, el mérito y el gusto por el trabajo con circunstancias degeneradas. La asimilación me ofende lo mismo que la palabra genocidio en el Marca. Hasta el momento, el ejemplo chino sólo me provoca una profunda conmiseración: muy parecida a la que siento por la vida que durante muchos años llevaron nuestros padres. Cuando uno pone esa distopía en el centro de la emulación contemporánea ha de saber lo que hace. Sobre todo porque hay otros ejemplos nítidos y cercanos que ofrecer. Comprendo que no estén dotados de la lírica oriental y de la plusvalía de lo remoto; pero son más útiles. El ejemplo alemán es el más destacado de ellos. En poco más de 60 años, los alemanes han reconstruido un país devastado por los nazis, las bombas aliadas y el comunismo. Sugiero al empresario Roig una ciudad magnífica para su homilía del año próximo: Dresde reúne como pocos lugares la sutura entre la devastación y el trabajo. Después de seis décadas, la prima de riesgo alemana está donde está sin haber renunciado a la democracia y a una humanidad positiva. Desconozco los detalles del milagro alemán, pero sé que se ha producido en un país con recursos naturales limitados, sin la lotería de ninguna explotación colonial y a fuerza de trabajo. Y, last but not least: la fuerza de trabajo alemana ni siquiera necesita, desde ayer, que el diario Bild saque chicas desnudas en su portada. De ahí, y con independencia del viejo debate entre contención y estímulo, que cuando Alemania exija austeridad a los socios europeos haya que escucharla con atención y respeto. Porque a diferencia de China, Alemania es un ejemplo. Un ejemplo realista y éticamente manejable. Lo demás son contorsiones colonialistas. La versión Mercadona de la tournée des grand ducs. Escurrir el bulto evitando el auténtico debate y el auténtico reto: ¿qué necesita España para salir de la crisis al modo alemán? Porque salir al modo chino es sencillo: basta con implementar el hacinamiento como idea de choque.

Estas fantasías regresivas chinas sobre el esfuerzo, el trabajo y el mérito coinciden, dado el carácter proteico de la crisis, con otra grave y absurda falta de realismo. Me refiero a las renuencias que levanta el proyecto Eurovegas. Sobre ese proyecto se han abalanzado las habituales fantasías zapateristas vinculadas con la necesidad de cambio de nuestro modelo productivo: el parloteo de los que no acaban de comprender que la misión de nuestro Silicon Valley es fabricar unos perfectos robots de camarero que sirvan con amabilidad, eficacia, conocimiento del género, garantía de idiomas y experiencia con abuelos. Al margen de esa retórica sobre Eurovegas, se han cernido también objeciones vinculadas con la supuesta contradicción entre el proyecto y la ética del trabajo y el esfuerzo. ¡Que jamás se ciernen, por ejemplo, sobre la City londinense porque un broker, ah, ah, no es un croupier, ni el orgasmo del dinero es tan embarazoso como el del sexo! Sobre esta cuestión particular has de leer un artículo de nuestro filósofo joven, Ferran Caballero, donde es difícil elegir entre tantos párrafos magníficos:

«En Las Vegas, como dijo Irving Kristol, la gente «se abandona a fantasías de omnisciencia, de omnipotencia, y de conseguirlo todo a cambio de nada». Sólo allí el sueño de convertirse en millonario de la noche al día y sin tener que hacer nada (más que lanzar los dados) está al alcance de todos. Sin distinción de clase, raza o religión. Las Vegas, proseguía Kristol, «invierte la situación normal: allí el vicio es público y solo la virtud es un asunto privado. Esta inversión es tolerable mientras seamos conscientes de hasta qué punto es anormal». Que éste haya sido el sueño de muchos y que los excesos en el riesgo y en el gasto que este sueño proporciona sean los culpables de la actual situación no es culpa de Las Vegas, sino del olvido de su carácter excepcional. Como decía el poeta, sólo allí donde hay peligro crece también lo que nos salva. Así pues, no podemos creernos virtuosos sólo por haber evitado toparnos con la tentación del vicio. Y precisamente porque nos recuerda la excepcionalidad del vicio y el carácter efímero de los delirios de grandeza, Las Vegas es una gran escuela de virtud».

Naturalmente. Espero que el empresario Roig comprenda que la más profunda diferencia con los chinos es que nosotros ya no estamos condenados a la virtud.

Sigue con salud.

A.