En la ciudad más peligrosa del mundo

Señores de la guerra, piratas y yihadistas se reparten los despojos de la capital de Somalia, convertida en una ciudad sin ley que el refundado Estado somalí y su precario ejército son incapaces de controlar

Un hombre armado frente al campo de refugiados de Darawish en el centro de Mogadiscio. / ALBERTO ROJAS

Dos hombres parten pescado en la lonja del puerto de Mogadiscio. / ALBERTO ROJAS

Hubo un día en el que Mogadiscio, la capital somalí, fue la ciudad más bella y más segura de África, con italianos bebiendo capuchinos en la playa del Lido, somalíes comiendo pizzas napolitanas y comerciantes extranjeros disfrutando de la ópera los sábados por la tarde. Veintidós años y muchas guerras después de aquello ya nadie se acuerda. Aquel pasado ha sido borrado con acero caliente por señores de la guerra, muyahidines de Al Qaeda y corsarios de la peor calaña. Después de 14 procesos de paz en 20 años, hoy el Gobierno Nacional Somalí, que ya ha conocido 15 ejecutivos diferentes, parece el intento más serio en décadas de refundar un país inexistente y de poner paz en la que es, según el índice Peace Global Index 2012, la ciudad más peligrosa del mundo. El desafío es formidable.

«Bienvenido al infierno», bromea en el aeropuerto Bashir Yusuf, el director del hotel-fortaleza para periodistas y personal humanitario a 800 euros al día, mientras que le pasa al recién llegado un chaleco antibalas y un casco, cortesía del establecimiento. «Aquí tienes que moverte con mis chicos. Son profesionales y tendrás que fiarte de ellos». Sus chicos son ocho somalíes armados subidos a una camioneta. La escolta armada es lo que separa volver a casa entero de ser secuestrado.

En cuanto se sale de la protección del aeródromo, blindado con torretas y barreras de cemento para evitar ataques suicidas, se respira una mezcla de volatilidad, vulnerabilidad e impunidad en el ambiente. Más de dos décadas de anarquía y nihilismo han derribado la moral y cualquier vestigio de sistema judicial. Alguien ha decidido que en el formulario de entrada a Somalia figure la opción «Vacaciones». Bienvenidos a Mogadiscio.

Aunque en las avenidas florecen nuevos negocios y se ven zonas reconstruidas, como la más cercana al aeropuerto, hay barrios completamente arrasados. El conductor (o conseguidor, mejor dicho) tiene que ir hablando por teléfono con los señores de la guerra y jefes de clanes para pedir permiso de entrada y salida de sus zonas, delimitadas por checkpoints. Por el momento, el refundado Estado somalí y su precario ejército han sido incapaces de controlar su propia capital más allá de Villa Somalia, el recinto amurallado en el que se encuentran todos los ministerios. Vigilado por los esforzados soldados ugandeses de la AMISOM, es difícil que ningún político somalí abandone la seguridad de sus muros de cinco metros, torres con ametralladoras y rizos de espino.

Más allá se extiende el horizonte anárquico de los warlords que mandan a sus hijos a estudiar a Inglaterra, contrabandistas, secuestradores de cooperantes y piratas, donde no rige ley alguna salvo la que marcan las armas. El 95% de la población de Mogadiscio no tiene para comer, pero otros facturan millones de euros a base de actividades criminales. Desde que la caída del dictador Siad Barre dejó un gigantesco vacío de poder, el Estado, o lo que queda de él, ha sido canibalizado por un complejo sistema de clanes y subclanes que se han repartido los restos del naufragio, es decir, la gestión de la miseria. Porque según asegura Global Transparency, Somalia es el país más corrupto del mundo y, según Foreign Policy, el número uno en la lista de Estados fallidos.

Lo reconocen algunas ONG en voz baja: todas sus actividades en este territorio exigen un cuidadoso equilibrio para mantener relaciones cordiales con todas las partes en conflicto y asumir que parte de la ayuda humanitaria quedará por el camino en manos de caudillos locales, que la venderán a los más necesitados a precio de restaurante en Manhattan. Y, sin embargo, en pocos lugares el trabajo de las ONG es más necesario y arriesgado que aquí. Decir que gracias a los cooperantes Somalia no se ha muerto de hambre no es exagerado. Aunque la seguridad ha mejorado en los últimos meses, es el único lugar en el que muchas se saltan sus propios estatutos y aceptan protección armada para sus trabajadores. Son las reglas en Mogadiscio y nadie las discute.

El bullebulle de la ciudad durante el día eclipsa el sonido de la guerra, que se ha desplazado a los barrios exteriores. Por la noche, con el silencio llega el esporádico tableteo de alguna ametralladora, explosiones de obuses y tiros de kalashnikov, a veces mezclados con la llamada del muecín a la oración. Hace unos meses era imposible circular en la oscuridad. Encender los faros del coche equivalía casi siempre a recibir disparos de los muyahidines. Hoy han puesto hasta farolas en algunas calles de la ciudad.

Hay unas zonas de Mogadiscio más visitables que otras: el mercado de Bakara, donde cayeron los dos Blackhawk estadounidenses en 1993, es con mucho la más peligrosa. Hasta su retirada en agosto de 2011, era el feudo de Al Shabab, la franquicia de Al Qaeda en el cuerno de África, y el Gobierno estima que aún quedan muchos yihadistas infiltrados entre la población del barrio. Aquí, con los contactos adecuados, pueden comprarse armas de cualquier tipo, drogas al por mayor y fabricarse documentos falsos.

La pasada semana, el nuevo líder del distrito de Bakara, llegado desde la diáspora como muchos hombres de negocios, fue asesinado. Aunque muchos culpan a los islamistas, el Ejecutivo sospecha que han sido los clanes los que le mataron para seguir controlando estas calles. No es el primero que cae ni será el último. Los señores de la guerra no aceptan la competencia. La única manera de lidiar con ellos es intentar atraerlos hacia la política y que colaboren con el Gobierno, como ya se hizo en Afganistán. Muchos ya han cambiado el camuflaje por la corbata.

En el antiguo centro colonial es donde las huellas de la guerra se hacen más evidentes. No hay un edificio en pie y las avenidas están llenas de basura y animales muertos. Es el olor de la yihad. El Parlamento es sólo hormigón retorcido y, en las ruinas de la antigua catedral, una joya arquitectónica de 1928 convertida en vertedero, los islamistas tirotearon al Cristo del retablo hasta dejarlo sin cabeza. Lo mismo hicieron con el obispo, Salvatore Colombo, asesinado en los primeros días de la guerra.

Muy cerca de allí, un grupo de niños se baña en la playa del Lido, cerrada durante los años de plomo. Sobre la arena unos obreros construyen un hotel de lujo con dinero turco. «¿Has visto? Es para las vacaciones», dice Bashir. «Hace unos meses era imposible pensar en esto».

>Videoanálisis de A. Rojas.